miércoles, 15 de junio de 2011

El Centurión y sus legionarios


Veintisiete años de derrotas, de sitios infructuosos, de batallas perdidas, de desgano, de impaciencia y frustración. Veintisiete años librando combates cuerpo a cuerpo, en donde el enemigo de turno resultó victorioso porque en sus filas pululan los veteranos que nos superaron largamente, no solo en habilidad sino en paciencia. Veintinueve años defendiendo nuestro pasado, defendiendo sin éxito nuestro legado y postergando la amargura característica la cual hoy nos domina.

Combates librados a pecho descubierto, con la espada ensangrentada en la mano, con lodo en el rostro, con lágrimas en los ojos, y con una pena en el corazón. Y es que los resultados se hacen más llevaderos cuando no te embarcas cada cuatro años en una odisea de penuria y desazón. Las pugnas que encaramos en expediciones a tierras hostiles, regados de muerte tras el atardecer teñido de escarlata, en la campiña bajo el sol abrasador, en las alturas del mundo donde Atlas deja ver su desanimo de siglos de padecimiento, y bajo la lluvia tormentosa en el cielo nublado, fueran siempre desalentadoras; y tras de sí, generando resentimientos y enconos por saber quién es el culpable; donde los incautos héroes que nacen en un día y mueren en el siguiente, solo cosecharon pérdidas; cargando con el peso de la vergüenza, de la historia, y el de todo una nación. Y cuando éstos volvieron a casa, solos, con pena y sin gloria, no se resistieron a la pesadumbre e inhalaron el último aliento, antes de caer en el olvido. En el pasado.

Pero la responsabilidad no se lanza súbitamente hacia los legionarios furibundos, porque se abrieron los brazos valientemente hacia la inmortalidad, junto a Marte; ya que la carnicería desatada en interminables jornadas, fue culpa del dios sobre la tierra: el Emperador, ese ignorante en las artes de la guerra y de la diplomacia, que amarrado al trono, solo bebe de su soberbia, se alimenta de sus lacayos y se ríe de su corte aduladora.

Las decisiones recaen ahora en esta necia persona, desde hace más de un lustro; recurren a este personaje impopular y vacío más atroz que cualquiera que pudo haber estado al mando, acuden en horas de necesidad a la improvisación y la desorganización. Porque dirigió sus estandartes hacia los mismos limes del Mare Nostrum y observando el poniente desde la Torre de Hércules sin resultado alentador, fue derrotado no solo en su egocentrismo fundado en el vulgo inocuo y súbdito de sus designios, sino también por el acero de todos sus enemigos feroces y cada vez más cerca de las fronteras, campaña tras campaña. Y es que ni lugartenientes ni grandes generales supieron darnos nuevas victorias.

El infortunio ronda cual ave de rapiña sobre nosotros en estas horas de interrogantes; la bóveda celeste se contrae y parece expulsar su designio malévolo: la desventura; Vulcano, errante del subsuelo, abre los brazos y parece decir sin palabras, desde su palacio en Tártaro, que la suerte está echada; el invierno regresó y dejó su huella sobre el camino, junto con su gélido aliento aun en los domus más apartados.

Pero la resolución del ser humano no es negociable. Y espera pacientemente por recuperar el lugar que le corresponde. Lucha contra la adversidad como si fuese el último encuentro con ella. Enrostra al cielo que la desventura es una motivación, y no un impedimento. Que el dios del infierno puede venir desde donde le plazca pero no nos va quitar la esperanza ni la dicha. Y que el cobijo en época de friaje, es innecesario para la supervivencia porque Ceres protege el sustento de la prole y Diana bendice nuestra descendencia y porque el fuego en cada pálpito del corazón, es más que suficiente para resistir el soplido de la muerte.

Los descendientes de Eneas no estamos condenados al fracaso, siglos de esplendor y magnanimidad lo confirman; y es en esos momentos de apuro es en donde sobresalen los capaces y preparados, los escogidos de los dioses. Y es que de tanto discutir con sabios y hechiceros, no nos quedó otra opción que hablar directamente con la única persona del mundo conocido, que pueda por fin dilucidar nuestras contrariedades, la pitonisa de Éfeso. Sin embargo sus palabras, más que alentadores o frustrantes, generaron más confusión de la que ya teníamos: “El momento aún no llegado, la derrota y la victoria caminan juntas de la mano”.

Con esas palabras nos dejó y nos alejamos más desconcertados que los sacerdotes mismos. Pasaron ya veintisiete años en donde no entendimos sus palabras. Pero la claridad se asomó más allá de los montes de Dalmacia, aún más lejana que los vientos alisios de Capadocia. Y es que se presentó la última oportunidad para hacerle frente al infortunio degradante y pusilánime: un bárbaro.

Este extranjero, acaba de llegar de un lugar lejano. Todos en el Palacio Imperial ya lo conocemos. Venido de tierras conquistadas por Lusitania, su familia es armenia y corre sangre persa por sus venas; su mirada inexpresiva constata su miles de batallas, el temor y el jolgorio danzan juntas en sus pupilas. Su cabello cano delata sabiduría, su postura relajada y ceremoniosa indica su grado militar, su andar pausado revela templanza y sus palabras, esa que desnuda a los especuladores y charlatanes, ecuanimidad. No es fácil mirar en su interior, aunque demuestra un férreo ardor hacia la conquista y la gloria. Su instrucción y su sabiduría hacen de él una de las últimas mentes sobrias, la borrachera del poder aun no lo consume porque no la conoce a plenitud.

¿Es posible? preguntan los plebeyos. ¿Se puede? indagan los siervos. ¿Un Centurión… bárbaro? ¿Un Centurión bárbaro… al mando de una Legión?

El abyecto personaje, nuestro dios, mandatario de nuestros pensamientos y dueño de nuestras acciones, entrega nuestro futuro y nuestras mejores lanzas a un extranjero. La campaña última está cerca. En el meridión se encuentra nuestro destino. Presurosos los guerreros se presentan ante el Centurión y se alistan uno tras otro, para su aprobación. Su fuerte carácter y su pétrea fisonomía, entusiasman a los legionarios. Aunque tiene muchos brazos a su disposición, solo elige a los mejores. Una vez planificado su accionar recurre con su ejército a pequeños operativos alrededor del territorio, los curte, los perfecciona, les da ánimo, fuerzas, templanza. Esas cualidades que él ya las tiene impresa en su mente, tatuada en su alma. Pero muy a pesar de esa maestría para planificar, atacar y defender, se esconde un desconcierto por lo venidero, porque ya no se vale por sí mismo, sino por valientes que entregaran, una vez más, su puño de hierro. Ese mismo desconcierto que lo aturde cada vez que emprende una nueva empresa, en donde juega su pellejo y su honor igual que sus acompañantes. Y peor aún, se enfrenta en su primera batalla junto a su nuevo ejército, contra su propia nación.

Los más jóvenes se entusiasman hasta el hastío por hacerles frente otra vez a nuestros enemigos. La vieja guardia aun sabiendo que, como el nuevo Centurión, pasaron muchos otros líderes sesudos que quisieron cambiar las cosas y que solo obtuvieron el destierro, aguardan con expectativa los resultados de estas contiendas. Porque lo último que quieren es morir y no probar el sabor de la victoria una vez más. Faltan pocos días para nuestra salida, pero esta vez con Baco embriagando nuestros sueños. El Centurión bárbaro señala nuestro rumbo esta vez, va ser el primero en llegar, y el ultimo en irse; infunde temor en nuestros adversarios y demuestra que la temeridad convivirá entre nosotros. No desdeña la oportunidad de la gloria, porque ha sido esquiva por largo tiempo. Partimos entre fiesta, vino y mujeres, derroche, orgias y demandas por cumplir, con palabras de amor, promesas y sobre todo con la frente en alto, pero además, con el brío de nuevos aires porque el Centurión infunde severidad y fuerza entre cada uno de nosotros.

¡Oh Júpiter! ¡Daría la vida misma por repetir la formidable campaña contra los Tracios en el 70! ¡El asalto a los Caledonios en el 78! ¡O por la gloria del 75! En donde legionarios inmortales calcaron en la tierra baldía su incondicionalidad hacia su pueblo, su honor y la gloria. Estamos distantes en tiempo y espacio, pero decididos a emular las hazañas pasadas. Y es que por fin entiendo la revelación de la Pitonisa: La sombra esculpe al cuerpo, lo hace padecer exigiendo su muerte, pero si es que no los liquida, los curte para nuevas gestas; y al mismo tiempo un halo de luz penetra en los pensamientos y deposita la esperanza para seguir resistiendo. Y es que el Centurión y sus legionarios, vendrán con la espada o sobre ella, pero con la seguridad de que dejaran todo en el campo de batalla. Y gustoso los acompañé en la vida, gustoso también en la muerte.

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